A mediados del siglo XX, los partos cambiaron de repente el escenario hogareño por los hospitales, los cuidados de las matronas (en su gran mayoría mujeres) por los de los médicos (en su mayoría hombres) ylas prácticas comunitarias por los protocolos médicos.
Estos cambios desgarradores eran algo más que cambios de emplazamiento: la filosofía y la práctica también cambiaron. Los partos tenían lugar a través de la «atención controlada» por parte de profesionales ajenos a la familia, ellos hacían (e imponían) todas las reglas.
Cuando los argumentos sobre el vínculo afectivo aparecieron en los años 70, el control médico sobre los nacimientos estaba en su apogeo, después de haber quitado todo el poder a los padres y haber hecho el parto natural prácticamente imposible. En el parto visto como un proceso científico habían desaparecido casi todos los significados humanos y personales que habían alentado los hombres y las mujeres durante miles de años. Se habían violado las necesidades psicológicas esenciales de los padres y los bebés por igual.
Si uno se pregunta cómo pudo crecer tan rápidamente una cultura tan radical del parto tendrá que tener en cuenta el enorme poder y gancho de la ciencia en el siglo XX. Añádase a esto el miedo subyacente asociado siempre a la incertidumbre del parto y se podrá sacar la conclusión de que la gente estaba deseosa de ver en la ciencia una garantía para el parto seguro y perfecto.
Analizando otra faceta de la ciencia podemos explicarnos el derribo repentino del parto tradicional. Durante el siglo XIX, con el desarrollo del estudio del sistema nervioso y del análisis científico de la gestación, nacimiento e infancia, una ciencia demasiado segura de sí misma-y esto incluye por igual a medicina y psicología- enseñaba que los bebés no tenian esencialmente ni sentidos ilíricos ni mente.
Los recién nacidos -insistían los expertos- no tenían todavía capacidad para el dolor y, aunque parecieran tenerlo, éste sólo era un reflejo, no una experiencia personal. Este razonamiento se utilizaba para justificar la cirugía mayor y las operaciones con complicaciones en bebés sin anestesiar, sólo con analgésicos, hasta ¡hace sólo 25 años! Para empeorar las cosas, las mismas autoridades anunciaron que los recién nacidos no tenían posibilidad alguna de recordar cualquiera de las experiencias vividas en el útero o al nacimiento, independientemente de la naturaleza de estas vivencias. Los psicólogos, de hecho, enseñaban que los naonatos ni siquiera reconocen a sus progenitores como padres, sino solamente como objetos en un mundo lleno de otros objetos.
Así empezó a caer un velo de misterio sobre los partos, mientras a los padres, familiares y amigos se les prohibía participar. Durante una generación, sólo las enfermeras y los médicos sabían lo que ocurría detrás de las puertas cerradas, anulando de forma eficiente cualquier educación natural de los niños, mujeres jóvenes, madres y otras ayudas potenciales para los futuros partos.
Las normas de los hospitales mandaban a los recién nacidos al nido inmediatamente después del parto, a menudo antes de que las madres o padres pudieran verlos 0 tocarlos. El tipo de privacidad que la nueva familia necesita para poder relacionarse unos con otros es un rasgo esencial del parto desde los comienzos del tiempo que ha ido siendo erradicado, mientras la separación y el aislamiento han llegado a ser la prioridad principal.